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Junio 2013
Edición No. 292
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competenciaEl mito de la competitividad

Carlos Alfredo Dávila Aguilar.

A lo largo del proceso político-económico que ha significado la transición hacia el modelo neoliberal, conceptos como el de “competitividad” se han ido posicionado exitosamente, primero en el discurso político-empresarial, luego en la ideología popular, como el parámetro que define tanto lo que debe regir el actuar de un gobierno, como lo que debe orientar las prioridades y el estilo de vida de los individuos.

Este proceso ideológico de escala mundial ha sido tal que, si se analiza el discurso político actual de prácticamente cualquier gobierno del mundo, resulta casi imposible encontrar uno solo, del partido que sea, que no base la legitimación de sus políticas en la referencia constante a este concepto, junto con algunos otros estrechamente ligados como el de productividad, etc.

Pero, ¿a qué se refiere exactamente el término “competitividad”?

Antes de responder esta pregunta, vale la pena preguntarse: ¿qué es lo que el manejo de este concepto insinúa en el discurso político?, ¿qué es lo que sugiere a la población que se ha acostumbrado a escucharlo continuamente? Pues ante todo, el discurso de la competitividad es una promesa implícita de bienestar.

El relato de la competitividad es en realidad sencillo: el gobierno dispone las leyes y los recursos (públicos) a través de las políticas de fomento económico, de tal forma que se aumente la rentabilidad de las empresas que decidan instalarse dentro de su territorio. Esto es: exentar a las empresas del pago de impuestos, disminuir las prestaciones legales de los trabajadores, ofrecerles servicios como agua y luz a precios regalados, permitir la explotación irresponsable de recursos naturales, promover las carreras universitarias que las empresas necesitan, etc. Todo esto con el fin de hacer al país, región, estado o municipio, más “atractivo”, es decir, más rentable para las grandes empresas.

Pero, ¿por qué subsidiar, como sociedad, a los negocios privados de unos cuantos, utilizando para ello los recursos públicos? La respusesta está contemplada de antemano en el discurso: la generación de empleos. La ideología neoliberal pretende justificar todo este gasto de los recursos públicos y las reducciones a las prestaciones y servicios sociales de la población, con el argumento de que todo ello es necesario para ser “competitivos”, atraer inversión, y generar empleos. Sin embargo, nunca se habla de la calidad de esos empleos, que en su gran mayoría podrían calificarse de empleos de hambre: mal pagados, pocas prestaciones y malas condiciones de trabajo y horarios promedio de 10 horas diarias.

Y es que, uno de los principales postulados de la política neoliberal, es que el gobierno debe de dejar de ser un empleador masivo, puesto que esto es “ineficiente” y por lo tanto debe limitarse a fomentar que el capital privado sea quien ofrezca empleo a la población. Dadas las condiciones que vemos actualmente ¿no es esto aún más ineficiente? Es decir, habría que calcular cuánto nos cuesta a la sociedad en su conjunto cada empleo de hambre creado por estas políticas. Para ello tendríamos que sumar el total de impuestos que estas empresas no están pagando al gobierno, más la cantidad de recursos naturales que utilizan, más el costo del impacto ambiental, más el costo de la infraestructura pública que se construye para ellas, más el costo de las actividades de promoción del país y de los estados, y dividirlo entre el número de empleos que se generan bajo esta política.

Para ilustrar lo anterior, sólo un par de datos: en el periodo 2000-2010, la población desocupada más la parcialmente ocupada pasó de 7.2 a 12% de la población económicamente activa* (esto significa que en 2010, 5.5 millones de personas estuvieron desempleadas). En el mismo periodo, Hacienda devolvió más de un billón, 641 mil 400 millones de pesos a empresas que operan en el país. Bajo este panorama de evidente incongruencia es que deben verse las reformas neoliberales de este sexenio, como la ya aprobada reforma laboral (que reduce las prestaciones y derechos laborales de los trabajadores mexicanos) o la próxima reforma fiscal que buscará generalizar el IVA a alimentos y medicinas y aumentarlo al 19% (es decir, que los mexicanos pague más impuestos mientras las empresas siguen sin pagarlos).

Por último, para completar el análisis en torno a las causas y consecuencias de la búsqueda por la “comptetitividad”, deben agregarse tres factores: Primero, la hiper-competencia entre países, entre estados, e incluso entre municipios, por ofrecer más beneficios a las empresas, lo que disminuye la capacidad de negociación de los gobiernos locales, frente a éstas y aumenta cada vez más el costo de la generación de empleos. Segundo, el proceso constante de optimización tecnológica, por el que las empresas cada vez buscan emplear menos personas para optimizar sus gastos, lo cual hace que el número de empleos generados bajo este modelo tienda a reducirse (y por lo tanto que cada empleo resulte más caro en los términos sociales mencionados). Y finalmente la presión política y económica que ejercen los representantes del capital internacional (agencias calificadoras, bancos, y organismos internacionales como el FMI, BM y OCDE) para presionar a los gobiernos a adoptar este tipo de políticas.

Ante este panorama negativo, es necesario replantearnos el modelo económico y social que hemos adoptado como país, partiendo de un análisis crítico y objetivo en torno a los conceptos en los que se apoya el discurso político y la retórica de los organismos financieros internacionales; conceptos sumamente ideologizados como el de “competitividad”. Sólo este análisis nos permitirá aspirar a revertir los procesos de empobrecimiento y descomposición social que hoy vivimos.

*Ruiz y Ordaz, Journal of Economic Literature, 2012

 
 
 
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